jueves, 12 de enero de 2017

Hasta Ayer

La muchacha de mis cuentos es de ese estilo de musas que te agarran de los pelos y te revuelcan inmediatamente por algún papel. No tiene sentido aclarar, entonces, que comencé este pequeño escrito sobre el reverso de un folleto publicitario de una empresa distribuidora de sodas y gaseosas. Las manos se agitaban, las palabras chocaban en todos los vértices del cuerpo. No era la primera vez que me sucedía algo así, pero sí había pasado mucho tiempo sin experimentar la sensación, el afecto en la carne, en la piel. Fueron muchos años sin estos destellos. Parecía la primera vez. Con la muchacha de mis cuentos, siempre es la primera vez. Ayer es la primera vez.
            La perdí una incontable cantidad de veces, incluso en mi afán por retenerla. Ella es fugaz, evanescente. Sufrí hasta que comprendí el modo, la lógica, su esencia. Fue así, que en alguna de aquellas ocasiones que la perdí, también me perdí yo. Me fui. Caí. El mundo es un laberinto del que sólo se sale por arriba, como dicen. Bueno, yo salí y nunca más pude volver a entrar. Hasta ayer. En el camino, fui seducido por musas de poco valor inspirativo. Ofrecían sus encantos, su tiempo, sus almas. Me ofrecieron espejitos de colores, y yo les compré. Fueron mentiras hermosas. Disfruté cada una de ellas como si fueran verdades máximas. Me distraje, y así pasaron años. Nunca me percaté del opaco color del cielo y de las rosas. No volví a escribir hasta ayer.
            En algunos momentos del viaje, me detuve a extrañarla. Fantaseé. La recordé a ella y todas sus consecuencias. Pero continué, como continúa el cauce del río, sin preguntarse demasiado a donde va, porque ya lo sabe. La locura, el ruido, el desamor, las malas costumbres, el tabaco, el maquillaje, entre otras cosas, fueron teniendo lugar, cada vez más lugar. Muchísimo lugar para algunas cosas, y poco para otras. El mundo no es simétrico, y nosotros cooperamos con ello. Sin embargo, el destino, la casualidad, el camino, quién sabe porqué, hizo que nos cruzáramos. El deseo que pregoné en mi último cuento se concretó: volverla a ver. Todo era de una manera, hasta ayer.
            Su cabello caoba, sus ojitos, su sonrisa. Sus pecas, su rebeldía y su picardía. Ella, toda entera: que placer. Registré cada momento del encuentro, cada detalle, cada rasgo, cada gesto. La tensión entre nuestros cuerpos, vestidos. El erotismo que cargaba cada una de nuestras miradas al cruzarse. La simpleza de algo que es muy potente, pero que no tiene nombre. Lo imposible. La ridiculez de perder las oportunidades por miedo a perderla a ella. El constante abatimiento por evitar lo inevitable.
            La cordillera y yo ardiendo. Nuestros regalos. Rosario. Los chicos. Todo se enhebraba, juntos reconstruíamos aquel pasado. Éramos nosotros, lo comprobamos todo el tiempo. Nos devoramos en silencio, y lo disimulamos muy bien. Nos tentamos, pero siempre con un gran manto de cordialidad. Qué espanto. Siempre igual. Ella sigue intacta, es como el vino, como la guitarra, como las mejores cosas del universo: el tiempo le sienta bien, muy bien. Incluso hoy me gusta más que ayer.

            Nos despedimos, como quien sólo se va. No quería irme, es la verdad. Fueron un par de horas, pero podrían haber sido años. Sin embargo, lo bueno dura poco si no se lo cuida. Nunca me gustó pensar que todo tiempo pasado fue mejor, pero esta vez sí estoy un poco de acuerdo con ello. Y cómo alguna vez deseé volverla a ver y así fue, hoy espero más mañanas como ayer.
 

lunes, 14 de julio de 2014

Estupefacientes



Estaba en tu jardín. Se oía el canto de los pájaros.
Estaba en tu sueño ¿Acaso el olor de los jazmines suena como mil violines?
Era ayer. La suela de mi mocasín lloraba azules nebulosos.
¿Y?
Nada.
Sonreír no es solo mostrar los dientes.
Es solo que las alturas me hacen llover.
No fue tu sombra de mazapán.
No fue el sol.
¿Y?
Nada.
Era eso que no era, que desfallece allí.
El zaguán del último lucero.
La inquisición de toda incertidumbre.
Mi terrible adicción a la mediocridad.

Nada.

CHAU!

domingo, 1 de junio de 2014

UNA SALUDABLE CONVIVENCIA

Las palabras saltaban de un lado al otro de la habitación, golpeaban y rebotaban contra los muebles, los cuadros. Yo estaba ahí, sentado. No las veía, pelo las oía. No venían específicamente de ningún lado, ni tampoco parecían dirigirse a un destinatario en particular. Lo único de lo que estaba seguro era que yo no las había pronunciado. Sin embargo, ahí estaban, yendo y viniendo, de un lado a otro de la casa.
En algunos lugares se sentían más. En los pasillos, amplificadas por el efecto eco de un ambiente tupperware, llegaban a rebalsar los hoyuelos de mi cavidad auditiva, escurriéndose esa extraña pasta residual y amarillenta, producto de cualquier escucha; cayendo por mi cuello y manchando la afilada solapa de mi camisa. En los ambientes pequeños, alcazaban una gran velocidad, estrellándose con violencia sobre todas las superficies, inclusive mi propio cuerpo. Los cortes, golpes y moretones que aquellas palabras  imprimían sobre mi piel y mi carne, me obligaron a utilizar, al principio, unos grandes tapados de paño grueso, que amortiguaran las colisiones. Luego, fue necesaria la construcción de una armadura, a partir de gomaespuma, madera y hojalata, y un pequeño escudo. Este último artificio me permitió vivir tranquilo dentro de aquella jarana constante. Sin embargo, con el paso de los días y las semanas, era necesario hacerle un mantenimiento, parcharlo y remendarlo; hasta que en algún momento se hacía inevitable la necesidad de reemplazar la armadura por una nueva. Las palabras marcaban, y torcían, y agujereaban el mundo. Su incesante machaqueo lo erosionaba todo: la casa, los objetos, el cuerpo. Inevitablemente, reducirían todo al polvo. No había lugar a donde huir.
Afuera de la casa las cosas no eran muy distintas. La calle no solo tenía palabras que iban y venían de aquí para allá, sino que existían palabrotas, de esas que son pesadas, que aplastan. En la casa había alguna que otra, pero la calle estaba llena de esas. Allí, las posibilidades de protegerse eran más escasas. La capacidad de regulación y de control eran prácticamente nulas. El cuerpo de uno era un blanco sumamente fácil para ser ametrallado por todo aquel bullicio. Uno era consciente de que salía al afuera, y cabía la posibilidad de no regresar jamás.
“¿Si no hubiera nadie que las escuche, que sería de esas palabras?” En un momento de la experiencia se me apareció esta pregunta, acompañada por el lógico razonamiento que sostenía que era necesario que hubiera alguien que escuche para que esas palabras existan. Es decir, era mi propia vida la garantía de la existencia de aquel palabrerío, que a la vez me amenazaba constantemente, y en consecuencia, su destino no era otro que autoaniquilarse. A esta altura de la situación, yo sabía que podía ingeniármelas, desarrollar ideas y estrategias para protegerme, pero que en algún momento encontraría el fin, la muerte, y con la mía, la muerte de las palabras también. Así,  cuidarme de ellas no era otra cosa que cuidarlas. De este modo fue como comprendí que las amaba. Amar la vida no era otra cosa que eso.

De esta manera, continué trabajando. Desarrollé un bunker subterráneo, donde algo de silencio pude hallar. Era difícil de encontrar, lo que lo hacía valioso. Muy valioso. El médico sostiene que son las pastillas, y yo le sigo la corriente. Las palabras continúan arrasando con todo en mi casa, pero ya no me golpean tanto. De eso se trata, al fin y al cabo, no es otra cosa que encontrar un modo de saludable convivencia con lo otro.

domingo, 20 de octubre de 2013

Lambón

La puerta de “la oficina de Recursos Humanos” se abrió, y muy lentamente se asomó una opulenta barriga envuelta en una camisa blanca, bastante tirante, observándose marcadamente en el centro una ominosa aureola oscura, que daba la pista de que justo allí se encontraba un gigantesco ombligo. Atrás de todo eso venía un hombre cachetón, de brazos cortitos que parecían abrazar a la panzota de a ratos, sosteniendo en sus manos unos papeles. No parecía muy simpático, ya que la única ceja que tenía, la cual le cruzaba el rostro de sien a sien, le dibujaba una V en la frente; mientras una arruga, que en realidad era una especie de surco, se contraía con fuerza, como latiendo, y daba la sensación de que en cualquier momento, de allí, saldría un “tercer ojo”. Cuando logró cruzar el marco de la abertura, con la respiración entrecortada y disimulando muy mal su agitación, pispeó los papeles como para corroborar, y espetó: “¡Aguirre!...  ¡Emiliano Aguirre!”.
                En sala que se montaba fuera de aquella misteriosa oficina, había un solo muchacho esperando, el cual inmediatamente se puso de pie, respondiendo al llamado. El gordo lo miró como de reojo, y sin decirle nada, le hizo señas como para que lo siga, mientras enfiló nuevamente para adentro.
                Emiliano había enviado su curriculum vitae, a la empresa, por correo electrónico.  La verdad es que en su búsqueda laboral los criterios estaban un poco desdibujados, básicamente porque no sabía hacer específicamente nada. Toda su experiencia consistía en un largo y cansador “intento” adornado con intenciones. A pesar de sus 30 años de edad y su insipiente juventud, ya había intentado estudiar varias cosas, trabajar en diversos rubros, y hasta tuvo intenciones de armar “su propio negocio”; sin embargo, y a pesar de todo, su potente tendencia a la inconstancia lo dejaba siempre en el mismo lugar del que había partido.
                Una vez adentro de la oficina, donde tendría la entrevista, el hombre y su inmensa barriga se acomodaron en un enorme sillón de cuero negro, con un respaldar que llegaba casi hasta el techo y unos apoyabrazos que parecían las alas de un dragón. Emiliano se sentó en una sillita de madera, frente a él, en silencio, observando bien su entorno, los papeles, las fotos, el olor a cigarrillo mezclado con desodorante de ambiente barato y perfume caro, alguna migas sobre el escritorio y el mango de un látigo mal escondido, que sobresalía de atrás de un almohadón.  Se dijo para sí mismo “Por internet todo se veía más lindo… y por teléfono este hombre parecía más simpático!”. Dudó un instante si debía sonreír y empezar a hablar, o esperar hasta que le pregunten algo. Se quedó allí, detenido; y el tirano y orondo licenciado en recursos humanos lo interpeló:
-          Su nombre es Emiliano Aguirre… ¿No es cierto?
-          Si. – Respondió el muchacho, mientras el hombre lo miraba fijo, y su agitada respiración retumbaba en toda la oficina.
-          Mmmm… - Murmuró el gordo, mientras se pasaba la mano por su grasoso y brilloso rostro, y terminaba rascándose la barbilla.- Leí su curriculum unas quince veces, y la verdad es que lo cité especialmente para conocerlo… ¡Tengo que admitir que nunca vi nada igual!- continuó diciendo, mientras sacaba un alfajor del primer cajón de su escritorio y se disponía a abrirlo brutalmente con sus dientes.
-          Bueno… ¡Muchas gracias! – se sonrió el muchacho, echándose para atrás, más relajado, y cruzando su pierna derecha por sobre su izquierda.
-          No se emocione… no se emocione… - agregó el gordo, mientras todavía masticaba, y con la lengua se trataba de sacar los pedazos de masa que le quedaron incrustados entre los amarillentos y filosos molares- no lo tome como un alago. Es que su curriculum no tiene nada de “maravilloso”, simplemente me remonta más a algo del orden de lo “extraño”. Su edad, y sus veinte hojas de experiencia laboral me dan la pauta de que, en promedio, usted trabajo alrededor de dos meses en cada lugar. Y no quiero dejar pasar el comentario acerca de la cantidad de rubros en los que… se ha desempeñado.
Emiliano lo miraba, esta vez no tan sonriente. Había descruzado sus piernas, demostrando claramente un total estado de preocupación, y sobre todo de incomprensión en cuanto a lo que el hombre de vientre amplio le decía.
-          Yo sé hacer un poquito de todo- agregó-. Esa es la razón por la cual he trabajado desde en una peluquería hasta en el rubro de la construcción.
-          ¿Usted sabe a qué nos dedicamos nosotros, en ésta empresa?
-          Sinceramente –dijo el muchacho, mientras se apoyaba una mano en el pecho, y con la otra acomodaba el rebelde mechón de cabello que se le zafaba de atrás de su pequeña orejita- no tengo ni idea… pero podría intuirlo… déjeme adivinar ¿Gastronomía?! – se apresuró, sonriendo carismáticamente, esperando entrar en confianza con su displicente interlocutor.
El gordo se percató enseguida de que la mirada de su entrevistado se clavó en su panzota, y, entrecerrando los ojos, preguntó:
-          Qué le hace pensar eso? ¿Usted está insinuando algo?
-          Pero no… por favor… - intentó defenderse enseguida de la barbaridad que había dicho, apoyando toda su espalda en el respaldo de la silla, y abriendo los ojos como dos huevos duros.
-          Y por qué piensa que hacemos gastronomía?
-          Fue un malentendido… disculpemé… tal vez algo relacionado a la estética? ¿Puede ser?- intentó, inútil pero sagazmente persuadirlo con un cumplido.
-          Escuchemé, Emiliano… usted es consciente de lo que está haciendo? –lo interrumpió el licenciado, apoyando su rechoncho codo sobre el escritorio, y su mano en su barbilla.- Usted viene a una entrevista laboral sin saber para qué, con un curriculum de ciencia ficción, en el cual ni siquiera leyó el inmenso cartel que se posa sobre nuestras puertas de entrada. Además, insinúa que estoy gordo, y frente a ello, lo confirma haciéndome un cumplido falso.
El joven lo observaba y lo escuchaba detenidamente, como si no registrara lo incoherente de aquella reunión, lo absurdo y patético de la entrevista. Un pequeño silencio ofició de preámbulo a lo que, finalmente, empezó diciendo:
-          Para serle honesto, señor… me importa un rábano “a qué se dedica la empresa”. Usted vio mi curriculum, y puede comunicarse con cada uno de los lugares que referencio, donde podrá constatar que efectivamente he trabajado allí. – Emiliano se puso de pie, y mientras seguía hablando, caminaba por la sala, moviendo sus brazos e intercalando el objetivo de su mirada entre el gordo, el suelo y el mango del látigo.- Básicamente, mi especialidad, y lo que yo le ofrezco a las empresas, es algo “universal”, algo que siempre hace falta, independientemente de tal o cual rubro. Concretamente no sé hacer nada… absolutamente nada… lo mismo que usted pensó después del minuto y medio de empezada nuestra charla: soy un inútil. Pero déjeme aclararle algo, nunca nadie lo podrá idolatrar a usted y a la gerencia entera como lo hago yo… puedo chuparles las medias hasta el cansancio… mi obsecuencia es divina… -concluyó, apoyando sus dos manos sobre la superficie del escritorio, y clavando su ojos en los del licenciado, que endurecido escuchaba detenidamente cada palabra.
-          Y en que me beneficiaría eso a mí y a la gerencia?
-          Es sencillo: narcisismo. Usted es un hombre inteligente, buenmozo, carismático, ocurrente, sagaz… atento… irremplazable… ¿Me entiende? Yo puedo recordárselo todos los días, puedo aplaudir sus chistes, festejar sus iniciativas, estar siempre de acuerdo con sus planteos… yo puedo hacer que usted siempre tenga la razón…
El gordo estaba sorprendido. Estaba frente a la garantía del éxito… muchos “Emilianos” eran la solución de todos sus problemas.
-          Es perfecto… -suspiró apenas entreabriendo sus labios.
-          No tengo mucho más que decir. –agregó Emiliano, tomando su campera y dirigiéndose hasta la puerta.- Usted decide, señor… allí tiene mi número telefónico… y sepa que, más allá de todo, la decisión que usted tome, siempre será la correcta.
-          Esperá… esperá… vení… –se impacientó el licenciado.- Estás contratado. Serás el asesor general de la gerencia, y con el tiempo veremos de qué manera te ocupás de otras funciones en la empresa, aunque eso tenemos que verlo bien…
-          Estoy de acuerdo. Usted es un tipo brillante… a veces me fascina con sus ideas… le voy a estar eternamente agradecido por este espacio que me da… muchas gracias… muchas gracias… de verdad…
-          De nada… de nada… ahora, por favor, venga… sientesé… digamé cosas linda…

domingo, 1 de septiembre de 2013

La Duda



-         - Que pasó, ma? –preguntó Alberto a su madre, después de un rato de estar sentado a su lado, a los pies de la cama.
-        - Nada, Betito. Nada… Andá a jugar, no más… andá. –le respondió ella, mientras se cubría la cara con un pedazo de papel medio arrugado, medio hecho un bollo, al cual tenía agarrado con mucha fuerza.

Alberto apoyó los pies en el suelo, y salió por la puerta de la habitación, como dirigido a control remoto. Se encontró con sus juguetes en la mesa de la cocina, y allí se quedó, jugando, tal como su madre se lo había pedido; simulando perfectamente un olvido, refugiado en la absurda idea de que “los niños no entienden”.
En todas las familias siempre hay motivos para discutir. Esto no es nada nuevo. No. Y tampoco lo es para Alberto. Su madre, budista, hinduista, marxista, yoguista, y vegetariana desde los 17 años (porque los vegetarianos siempre dicen “hace cuanto” que son vegetarianos, como intentando… no sé… demostrar antigüedad en el rubro… ¿Quién sabe?) se casó  hace 15 años con el padre del niño, quién viene de una tradición familiar en el comercio de los productos derivados a partir del cuerpo de los animales, es decir, es carnicero… al igual que su padre, su abuelo, su bisabuelo, etc. Este tema, que constituye casi una cuestión de capillas, de diferencias religiosas, de creencias en los alimentos, y demás; siempre funcionó como puntapié inicial en el enredo de cualquier tipo de barullo familiar. Incluso el pequeño Betito, con respecto al cual se juraron no tratar de influenciar bajo ningún tipo de opinión con respecto a las religiones alimenticias, vivía constantemente en una guerra santa/gastronómica. El niño siempre fue una especie de franja de gaza culinaria, al cual bombardearon con remolachas, rúculas, ensaladas de repollo y durazno, semillas, recetas macrobióticas y conjuros ayurvédicos, por un lado; mientras que por el otro recibió chorizos, morcillas, pechitos de cerdo, matambres, chinchulines, mollejas y costillitas asadas a punto, acompañadas siempre de pan y chimichurris caseros. Rara vez el pequeño se escandalizó por esto, es más, entre episodio y episodio logró generar algo novedoso para el círculo familiar, una forma creativa de lidiar con esas diferencias: se le ocurrió acompañar los pedazos de carne asada con las ensaladas… ¡y en el mismo plato! Una revelación. Así dejaba contentos a ambos, y a la vez un poquito incómodos.
Pero aquella noche, antes de que su padre se fuera dando un portazo, y su madre quedara junto al pequeño en la habitación; tuvo lugar un hecho frente al cual estos padres nunca tomaron precauciones. El carnicero había llegado a casa, después de cerrar el negocio, y la yoguista había terminado sus meditaciones diarias, siendo casi la hora de la cena. Mientras hacían un poco de zapping (en este punto no tenían diferencias), el pequeño Betito se les acercó, y sin preámbulos les preguntó:
-          Pa… Mamá… quiero saber… ¿Cómo es que se hacen los bebés?

Los padres el niño, quienes gozaban de una perfecta relajación sobre la cama, quedaron mudos. Se miraron, miraron en consonancia al muchachito y se miraron nuevamente.
-         - Bueno…  -intentó empezar la madre- esteeeee… mhmmm…
-        -  Vení, sentate, Beto… vení –le dijo el padre, intentando ganar tiempo mientras el mocoso se acomodaba entre medio de los dos.
-          -¿Viste los repollos? –intentó seguir rápidamente la yoguista, pero la mirada de su marido se le clavó con recelo, lo cual la hizo dudar sobre cómo seguir, y empezó a tartamudear como hace siempre que se pone nerviosa.
-       -  Si, ma… los repollos… ¿Qué tiene que ver eso? … ¿Los repollos tienen algo que ver con los bebés?!
-        -Esteeeeh… los repoli… reposhhh… los reppppp….
-        -Tu madre está diciendo cualquiera, Beto –la interrumpió el carnicero- … está todavía bajo los efectos de esos tés raros que toma. Escuchame… Los bebés nacen de la panza de las mamás… de ahí –le dijo mientras le acariciaba la cabeza y le sonreía, esperando que el pequeño se conformara con eso. sin embargo, no fue así.
-        -  Si paaaa… ya lo sé eso – se impacientó Alberto- … pero quiero saber cómo se hacen ahí adentro… no me vengas con lo de la cigüeña…
-        - Ajham… -tosió nerviosamente el padre, mientras intentaba sacar alguna respuesta creativa de la galera, la cual le sobrevino a los 2 minutos y medio, más o menos- Mirá. La cosa es sencilla. Papá prepara una comida muy rica, rica, rica… y mamá la come…  -Un instante de tensión de intervalo sirvió para cruzar miradas, y continuar- y después de eso, el bebé se hace y crece en la panza… y después nace en el hospital…
-         - Pará… pará – se metió la madre, enojada- tampoco te creas que es un banquete, eh! Es una semillita no más…
-      -  Pero no te pongás macrobiótica!!! Por favor…!!! Qué importa si es un asado o una semilla?! Es una comida… punto.
-        -A mí me importa, querido! No sé! Qué imagen va a tener Betito de mí? Él sabe que yo como sano!!!
-        -Bueh… otra vez la misma historia! – dijo el padre, cansado, poniéndose de pie y agarrándose la cara con las manos.
-       - Callate ¡¿Querés?! Vos sos el que no me dejó terminar la cuestión del repollo… y todo por el “repollo”…
-       - Sabés que no es solamente por el repollo, mujer! Ayer herviste esos porotos de soja y la casa quedó con un olor inmundo… qué hediondez… ni el incienso lo tapa! Parece que me lo hacés a propósito…
-        -Y ahora te enojás con la soja?  ¡Sos imbancable!
-       - Para todo tenés un “pero”! Beto se la estaba creyendo… ahora lo arruinaste!
A todo esto, Alberto miraba con los ojos bien abiertos, sin entender demasiado cuál era ahora la respuesta verdadera a su pregunta. Evidentemente, todo este lío alimenticio no los encontró muy de acuerdo.
-          -Tranquilicémonos! – intentó ordenar la mujer, viendo como su marido estaba por hacer un surco en la alfombra de tanto ir y venir.
-        -  Contale – le retrucó el padre- … contale cómo es la cosa… cómo es lo de la semillita…
-        -¡Basta! ¡Basta! Vamos a preparar la cena… ¡se terminó!
-        -No… yo me voy a cenar a lo de mi mamá… -terminó diciendo el padre, mientras agarraba las llaves del auto, y se iba dando un portazo, dejando en la habitación un silencio bastante pesado.
La mujer quedó sentada en la cama, sosteniendo entre sus manos una hoja impresa con los 5 principios del reiki. Alberto estaba sentado a su lado. Empezó a sospechar que la comida mucho no tenía que ver con el asunto de los bebés. Después un rato,  preguntó:

-        -Que pasó, ma?

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Es la verborragia lo que mata al sabio (Del secreto al que se le permitió existir, y lo hizo por un rato)




De lo lo-que-es-así a lo eso-no-es-así

            Suele suceder, en reiteradas ocasiones, que los días no concuerdan con su cualidad, con su forma. Da esa extraña sensación de que estuvieran mal nombrados: un martes lluvioso que parece domingo, un jueves liviano que se muestra como sábado, un viernes pesado y agobiante que se confunde con un lunes, etc. Así, de esta calaña, es lo que le pasó a Alguien; sólo que no tiene mucho que ver con los días y los nombres, sino más bien con lo no-se-lo-digas-a-nadie. Cosas que por su forma y cualidad parecen ser algo que no es; es decir: lo que pasa cuando algo es tratado como lo-que-es-así, mientras que en realidad es un eso-no-es-así.
            Para evitar confusiones, es conveniente tener en cuenta que el azar, la fortuna, lo conseguido-sin-haberse-buscado, el logro por añadidura, el eva-test o cosas por el estilo; trazan surcos en la realidad, crean mapas, y hasta determinan destinos. Si, es cierto, esto último es discutible, aunque no repudiable. No encuentro ninguna razón que me impida pensar en lo indeterminable de lo determinante, y cómo lo fortuito deviene ley, y la ley apenas una simple contingencia, es decir: lo prescindible. Y aunque sea extremadamente fácil acusar a un madejero de relativista ante cualquier cuestionamiento de lo lo-que-es-así; la impaciencia debería irse a dormir ahora mismo.
            De lo que nadie se ha percatado en todo este asunto, es que las orejas, con sus formas retorcidas son, prácticamente, en el 99% de los casos, el motor de todas estos fenómenos –lo que pasa entre lo lo-que-es-así y lo eso-no-es-así-. Es decir, lo que entiende una siempre es distinto a lo que entendió la otra, y ahí empieza todo el desbarajuste. Porque, a simple vista, cualquier hijo de médico estaría de acuerdo en que funcionalmente ambas hacen un “trabajo en equipo”, aunque la realidad muestre otra cosa. Como si se tratara de dos seres distintos, estas orejas –en el mejor de los casos- escuchan algo parecido, al menos en el mismo idioma. Lo esencial radica en el hecho básico en el que nadie ha reparado, y es que ellas: no se conocen; ninguna de ellas sabe de la otra. Desde el momento del nacimiento, está una de un lado y otra del otro, y apenas pueden sospechar de la existencia de la otra por el eco que retumba un poco más allá. Y hasta ahí. De todos modos, no se les puede reprochar demasiado, su función consiste simplemente en “escuchar”, no en entender; lo mismo que hace un escribidor: hacer que un lector lea. Ahora, si se escribe para que un lector además de leer, entienda, se estaría uno volviendo demasiado pretencioso, quizás envuelto en aires de escritor?

Lo no-se-lo-digas-a-nadie y el secreto

            Volviendo al meollo maula de todo este enredo, que es el: no-se-lo-digas-a-nadie; o sea, la condición suficiente –incluso, suficientemente necesaria- para la creación, en tanto tal, de un secreto; es importante tener en cuenta que es irreductiblemente necesaria, también, la presencia de alguien, sin el cual todo se vería reducido a una botella con un mensaje flotando en el océano, es decir: X. A partir de ahí, en la inmediata presentificación de alguien, un secreto, lo que es un secreto, vería la luz. Aunque mejor dicho, vería la luz, pero sólo por la hendija del cerrojo.
            Lo interesante de todo esto es que Alguien, finalmente, encontró la botella, y en ella, el mensaje, y en él, el secreto. Los días  de navegación, como lo tenían acostumbrado, solían aislarlo lo suficiente como para pasar semanas sin hablar, y llegar a sorprenderse al escuchar el extraño sonido de su voz después de tanto tiempo. Esta particularidad hacía que lo no-se-lo-digas-a-nadie no cobre su verdadera dimensión, ya que nadie no estaba, no había nadie –ni alguno, ni aquel-. El secreto se avenía secreto cuando había otro con orejas que pudiera llegar a escuchar, y que tenía que funcionar como el-que-no.
            Al principio, cuando dio con el recipiente de vidrio que contenía en su vientre el mensaje, puteó como de costumbre ¿Podía, acaso, haber tanta basura por todos lados... incluso en medio del océano? De todos modos, no se trataba de ninguna especie de consciencia ecológica de S XXI. Para nada. Simplemente puteaba por costumbre, y se quejaba, echaba culpas y se desilusionaba, indignándose... pero insisto, sólo por costumbre. Cualquier excusa le servía para ello. La cuestión es que, más allá de eso, tomó la botella, y al percatarse de su contenido, dudo. Fue una especie de continuación de toda la perorata anterior, y se sintió el elegido. La descorchó como cirujano, con movimientos finos y precisos; retiró el escrito con muchísimo cuidado, y lo leyó. Sus ojos recorrieron el mensaje una veintena de veces, como tratando de confirmar y reconfirmar lo que leían. Lo cierto es que entre aquel papel y él había un mundo, y más aún, una historia; lo que hacía que nada de toda la situación sea tan estable como para confiar en lo que podría llegar a pasar. Un elemento más – o menos- en toda la escena, por más mínimo que éste sea, y todo sería diferente. Luego de pensar posibles hipótesis sobre su incierto futuro, finalmente lo guardó en el bolsillo izquierdo de su gastado saco beige, y miró el horizonte, observando como el cielo se unía con el mar; y fantaseó, en casi dos minutos y medio, una historia de amor.
            Pasaron algunas semanas hasta que Alguien amarró su nave en el puerto de Algúnlugar, y decidió quedarse en tierra firme unos días, descansando de la vida en las aguas. Se acomodó en la habitación de un pequeño hotel, de esos que dan miedo, y casi como una insistencia, reencontró, mientras ordenaba, el clandestino correo de botella que guardaba, aquél que inmediatamente olvidó después del fantaseo de la precoz historia de amor. Ahora las cosas eran diferentes, ya que había otras personas, y él tenía la opción de hacer público aquel escrito, o, por el contrario, esconderlo y transformarlo finalmente en un no-se-lo-digas-a-nadie, fabricando un secreto. Esta historia podría terminar acá si optara la primera opción, por lo que, como ya sabe usted, eligió la segunda; y ocultó su hallazgo con dedicación.


El poder del secreto. Luego, Ella.

            Con el paso de los días se dio cuenta de algo, y es que aquel escrito que él escondía no era nada más que significativo para él, debido a que no había otro que sepa de su existencia, y no había ninguna especie de interés ajeno por lo que allí decía. Casi como tentando a lo que no se quiere, disidió contarle a un viejo colega y amigo lo que había encontrado, pero ocultándole lo que decía el texto, y este fue el comienzo del triste desenlace de la historia –o historieta- de Alguien que, fabricando un secreto, se equivoca y se traiciona a sí mismo, como pasa en el mejor de los casos. 
            Es así como cualquier menudencia puede transformarse, mediante un pequeño movimiento zigzagueante, en lo más trascendente de la vida de una persona, y hasta de un pueblo entero. Este colega una vez tentado, casi como si fuera matemáticamente calculable de esperar, le contó a otra gente del pueblo, hasta tal punto que Algúnlugar quedó prendido por el interés de saber qué decía aquel papel, haciendo de Alguien el hombre más codiciado e importante del poblado. Al poco tiempo, aquel mugroso pseudo papiro se convirtió en algo poderosísimo, y Alguien, en una especie de Gran-Señor. Una locura colectiva sacudía los días de aquel lugar del planeta, poseídos todos por no sé que magia, misterio, energía divina. Al pesar de muchos eruditos, al mundo le había brotado un ombligo, y sin ser Roma, y teniendo apenas un camino de 23 kilómetros de ripio que lo unía a una ruta provincial con más pozos que la luna; Algúnlugar sólo esperaba, con ansiedad de exfumador, la revelación de aquello que el mar había decretado al Cosmos.
            Una casa de dos plantas (sólo malvones y madreselvas), con vista a la costa y un precioso buzón con forma de tucán; cobijó a Alguien, quien poseyendo “ese saber” había conquistado a todos, y se había consagrado “el gran sabio” del pueblo. Incluso habían cerrado la iglesia por falta de fieles, reemplazando a un Cristo sufriente por un Alguien fanfarrón y soberbio ¿Quién iba a decir algo, acaso? Él, simplemente, lo sabía; y punto. Ni se sospechaba qué era lo que sabía, pero lo sabía, y eso era indudable. Iba con su papelito para todos lados, como lo haría un rey con su corona; y la gente lo reconocía y lo idolatraba con honores, sin cavilar.
            Apenas una botella, que movida por una par de olas inquietas fue a parar a sus manos, y acompañada por toda la lógica de lo no-se-lo-digas-a-nadie; hicieron de Alguien algo más que alguien-más. Pero como no hay bien que por mal no venga, su subida –y su-vida- sólo hizo más terrible su bajada. El amor es una de esas cosas que pegan sacudones a las estanterías, y las más de las veces desacomodan todo. El amor es lo más parecido al soplido violento contra la casita hecha de cartas: lo que queda es lo que vale. Por supuesto, a veces queda algo... a veces no queda nada. Es terrible, pero sólo después se sabe qué era lo que valía la pena. Mientras tanto, hay que calmar la lengua sedienta, que no habla, pero provoca tropezones. Y si. Alguien se enamoró de Ella, quien escondía detrás de su carita de angelito a la hiena más insaciable de todo Algúnlugar. Uno podría decir que él lo sabía, pero Ella, sin dudas demostró que también, aunque de otra manera. La exclusividad del secreto nunca fue compartida por Alguien, y siempre se las arregló para que, a pesar de todo lo que pasaba entre ellos, aquel tema quedara a un lado. Más todo intento no es más que eso. La confianza hace al descuido como la ocasión al ladrón, y lo que pasó era lo que se esperaba.

Ella comprende. Alguien se pierde.

Ella sabía lo que quería.
Ella bailaba de madrugada
como ignorando lo que pasaba.
Mientras jugaba, lo conseguía.

Sola reía en su ajuar su risa,
y Alguien dormía sobre esa nada.
Verdugo manso su enamorada,
que era la dueña de esa requisa.

Pudo la noche perder su encanto,
más no por eso perder su magia.
No es el secreto lo que contagia,
la verborragia que mata al sabio.

Tanto misterio en esa botella
y Ella que gana aquella batalla.
Alguien despierta.
Alguien que calla.
Alguien que sólo encuentra una huella,
y en la querella del desencuentro
sólo el tormento de la desidia.
Ella no vuelve.
Ella comprende: no hay más secreto que el que no había.
Desaparece.
Alguien se pierde.

                   Y en el silencio de la caída
                                                                                  recuerda eso que no sabía.
Que nunca supo. Que no existió.

Que fantaseaba frente a ese cielo,

frente a ese mar que les mintió.                





Dedicado a mi hada madrina. Todos tenemos una por ahí.