domingo, 1 de junio de 2014

UNA SALUDABLE CONVIVENCIA

Las palabras saltaban de un lado al otro de la habitación, golpeaban y rebotaban contra los muebles, los cuadros. Yo estaba ahí, sentado. No las veía, pelo las oía. No venían específicamente de ningún lado, ni tampoco parecían dirigirse a un destinatario en particular. Lo único de lo que estaba seguro era que yo no las había pronunciado. Sin embargo, ahí estaban, yendo y viniendo, de un lado a otro de la casa.
En algunos lugares se sentían más. En los pasillos, amplificadas por el efecto eco de un ambiente tupperware, llegaban a rebalsar los hoyuelos de mi cavidad auditiva, escurriéndose esa extraña pasta residual y amarillenta, producto de cualquier escucha; cayendo por mi cuello y manchando la afilada solapa de mi camisa. En los ambientes pequeños, alcazaban una gran velocidad, estrellándose con violencia sobre todas las superficies, inclusive mi propio cuerpo. Los cortes, golpes y moretones que aquellas palabras  imprimían sobre mi piel y mi carne, me obligaron a utilizar, al principio, unos grandes tapados de paño grueso, que amortiguaran las colisiones. Luego, fue necesaria la construcción de una armadura, a partir de gomaespuma, madera y hojalata, y un pequeño escudo. Este último artificio me permitió vivir tranquilo dentro de aquella jarana constante. Sin embargo, con el paso de los días y las semanas, era necesario hacerle un mantenimiento, parcharlo y remendarlo; hasta que en algún momento se hacía inevitable la necesidad de reemplazar la armadura por una nueva. Las palabras marcaban, y torcían, y agujereaban el mundo. Su incesante machaqueo lo erosionaba todo: la casa, los objetos, el cuerpo. Inevitablemente, reducirían todo al polvo. No había lugar a donde huir.
Afuera de la casa las cosas no eran muy distintas. La calle no solo tenía palabras que iban y venían de aquí para allá, sino que existían palabrotas, de esas que son pesadas, que aplastan. En la casa había alguna que otra, pero la calle estaba llena de esas. Allí, las posibilidades de protegerse eran más escasas. La capacidad de regulación y de control eran prácticamente nulas. El cuerpo de uno era un blanco sumamente fácil para ser ametrallado por todo aquel bullicio. Uno era consciente de que salía al afuera, y cabía la posibilidad de no regresar jamás.
“¿Si no hubiera nadie que las escuche, que sería de esas palabras?” En un momento de la experiencia se me apareció esta pregunta, acompañada por el lógico razonamiento que sostenía que era necesario que hubiera alguien que escuche para que esas palabras existan. Es decir, era mi propia vida la garantía de la existencia de aquel palabrerío, que a la vez me amenazaba constantemente, y en consecuencia, su destino no era otro que autoaniquilarse. A esta altura de la situación, yo sabía que podía ingeniármelas, desarrollar ideas y estrategias para protegerme, pero que en algún momento encontraría el fin, la muerte, y con la mía, la muerte de las palabras también. Así,  cuidarme de ellas no era otra cosa que cuidarlas. De este modo fue como comprendí que las amaba. Amar la vida no era otra cosa que eso.

De esta manera, continué trabajando. Desarrollé un bunker subterráneo, donde algo de silencio pude hallar. Era difícil de encontrar, lo que lo hacía valioso. Muy valioso. El médico sostiene que son las pastillas, y yo le sigo la corriente. Las palabras continúan arrasando con todo en mi casa, pero ya no me golpean tanto. De eso se trata, al fin y al cabo, no es otra cosa que encontrar un modo de saludable convivencia con lo otro.

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