Las
palabras saltaban de un lado al otro de la habitación, golpeaban y rebotaban
contra los muebles, los cuadros. Yo estaba ahí, sentado. No las veía, pelo las
oía. No venían específicamente de ningún lado, ni tampoco parecían dirigirse a
un destinatario en particular. Lo único de lo que estaba seguro era que yo no
las había pronunciado. Sin embargo, ahí estaban, yendo y viniendo, de un lado a
otro de la casa.
En algunos
lugares se sentían más. En los pasillos, amplificadas por el efecto eco de un
ambiente tupperware, llegaban a rebalsar los hoyuelos de mi cavidad auditiva,
escurriéndose esa extraña pasta residual y amarillenta, producto de cualquier
escucha; cayendo por mi cuello y manchando la afilada solapa de mi camisa. En
los ambientes pequeños, alcazaban una gran velocidad, estrellándose con
violencia sobre todas las superficies, inclusive mi propio cuerpo. Los cortes, golpes
y moretones que aquellas palabras
imprimían sobre mi piel y mi carne, me obligaron a utilizar, al
principio, unos grandes tapados de paño grueso, que amortiguaran las
colisiones. Luego, fue necesaria la construcción de una armadura, a partir de
gomaespuma, madera y hojalata, y un pequeño escudo. Este último artificio me
permitió vivir tranquilo dentro de aquella jarana constante. Sin embargo, con
el paso de los días y las semanas, era necesario hacerle un mantenimiento,
parcharlo y remendarlo; hasta que en algún momento se hacía inevitable la
necesidad de reemplazar la armadura por una nueva. Las palabras marcaban, y
torcían, y agujereaban el mundo. Su incesante machaqueo lo erosionaba todo: la
casa, los objetos, el cuerpo. Inevitablemente, reducirían todo al polvo. No
había lugar a donde huir.
Afuera de
la casa las cosas no eran muy distintas. La calle no solo tenía palabras que
iban y venían de aquí para allá, sino que existían palabrotas, de esas que son
pesadas, que aplastan. En la casa había alguna que otra, pero la calle estaba
llena de esas. Allí, las posibilidades de protegerse eran más escasas. La capacidad
de regulación y de control eran prácticamente nulas. El cuerpo de uno era un
blanco sumamente fácil para ser ametrallado por todo aquel bullicio. Uno era
consciente de que salía al afuera, y cabía la posibilidad de no regresar jamás.
“¿Si no
hubiera nadie que las escuche, que sería de esas palabras?” En un momento de la
experiencia se me apareció esta pregunta, acompañada por el lógico razonamiento
que sostenía que era necesario que
hubiera alguien que escuche para que esas palabras existan. Es decir, era
mi propia vida la garantía de la existencia de aquel palabrerío, que a la vez
me amenazaba constantemente, y en consecuencia, su destino no era otro que
autoaniquilarse. A esta altura de la situación, yo sabía que podía
ingeniármelas, desarrollar ideas y estrategias para protegerme, pero que en
algún momento encontraría el fin, la muerte, y con la mía, la muerte de las
palabras también. Así, cuidarme de ellas
no era otra cosa que cuidarlas. De este modo fue como comprendí que las amaba. Amar
la vida no era otra cosa que eso.
De esta
manera, continué trabajando. Desarrollé un bunker subterráneo, donde algo de
silencio pude hallar. Era difícil de encontrar, lo que lo hacía valioso. Muy
valioso. El médico sostiene que son las pastillas, y yo le sigo la corriente.
Las palabras continúan arrasando con todo en mi casa, pero ya no me golpean
tanto. De eso se trata, al fin y al cabo, no es otra cosa que encontrar un modo
de saludable convivencia con lo otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario