domingo, 20 de octubre de 2013

Lambón

La puerta de “la oficina de Recursos Humanos” se abrió, y muy lentamente se asomó una opulenta barriga envuelta en una camisa blanca, bastante tirante, observándose marcadamente en el centro una ominosa aureola oscura, que daba la pista de que justo allí se encontraba un gigantesco ombligo. Atrás de todo eso venía un hombre cachetón, de brazos cortitos que parecían abrazar a la panzota de a ratos, sosteniendo en sus manos unos papeles. No parecía muy simpático, ya que la única ceja que tenía, la cual le cruzaba el rostro de sien a sien, le dibujaba una V en la frente; mientras una arruga, que en realidad era una especie de surco, se contraía con fuerza, como latiendo, y daba la sensación de que en cualquier momento, de allí, saldría un “tercer ojo”. Cuando logró cruzar el marco de la abertura, con la respiración entrecortada y disimulando muy mal su agitación, pispeó los papeles como para corroborar, y espetó: “¡Aguirre!...  ¡Emiliano Aguirre!”.
                En sala que se montaba fuera de aquella misteriosa oficina, había un solo muchacho esperando, el cual inmediatamente se puso de pie, respondiendo al llamado. El gordo lo miró como de reojo, y sin decirle nada, le hizo señas como para que lo siga, mientras enfiló nuevamente para adentro.
                Emiliano había enviado su curriculum vitae, a la empresa, por correo electrónico.  La verdad es que en su búsqueda laboral los criterios estaban un poco desdibujados, básicamente porque no sabía hacer específicamente nada. Toda su experiencia consistía en un largo y cansador “intento” adornado con intenciones. A pesar de sus 30 años de edad y su insipiente juventud, ya había intentado estudiar varias cosas, trabajar en diversos rubros, y hasta tuvo intenciones de armar “su propio negocio”; sin embargo, y a pesar de todo, su potente tendencia a la inconstancia lo dejaba siempre en el mismo lugar del que había partido.
                Una vez adentro de la oficina, donde tendría la entrevista, el hombre y su inmensa barriga se acomodaron en un enorme sillón de cuero negro, con un respaldar que llegaba casi hasta el techo y unos apoyabrazos que parecían las alas de un dragón. Emiliano se sentó en una sillita de madera, frente a él, en silencio, observando bien su entorno, los papeles, las fotos, el olor a cigarrillo mezclado con desodorante de ambiente barato y perfume caro, alguna migas sobre el escritorio y el mango de un látigo mal escondido, que sobresalía de atrás de un almohadón.  Se dijo para sí mismo “Por internet todo se veía más lindo… y por teléfono este hombre parecía más simpático!”. Dudó un instante si debía sonreír y empezar a hablar, o esperar hasta que le pregunten algo. Se quedó allí, detenido; y el tirano y orondo licenciado en recursos humanos lo interpeló:
-          Su nombre es Emiliano Aguirre… ¿No es cierto?
-          Si. – Respondió el muchacho, mientras el hombre lo miraba fijo, y su agitada respiración retumbaba en toda la oficina.
-          Mmmm… - Murmuró el gordo, mientras se pasaba la mano por su grasoso y brilloso rostro, y terminaba rascándose la barbilla.- Leí su curriculum unas quince veces, y la verdad es que lo cité especialmente para conocerlo… ¡Tengo que admitir que nunca vi nada igual!- continuó diciendo, mientras sacaba un alfajor del primer cajón de su escritorio y se disponía a abrirlo brutalmente con sus dientes.
-          Bueno… ¡Muchas gracias! – se sonrió el muchacho, echándose para atrás, más relajado, y cruzando su pierna derecha por sobre su izquierda.
-          No se emocione… no se emocione… - agregó el gordo, mientras todavía masticaba, y con la lengua se trataba de sacar los pedazos de masa que le quedaron incrustados entre los amarillentos y filosos molares- no lo tome como un alago. Es que su curriculum no tiene nada de “maravilloso”, simplemente me remonta más a algo del orden de lo “extraño”. Su edad, y sus veinte hojas de experiencia laboral me dan la pauta de que, en promedio, usted trabajo alrededor de dos meses en cada lugar. Y no quiero dejar pasar el comentario acerca de la cantidad de rubros en los que… se ha desempeñado.
Emiliano lo miraba, esta vez no tan sonriente. Había descruzado sus piernas, demostrando claramente un total estado de preocupación, y sobre todo de incomprensión en cuanto a lo que el hombre de vientre amplio le decía.
-          Yo sé hacer un poquito de todo- agregó-. Esa es la razón por la cual he trabajado desde en una peluquería hasta en el rubro de la construcción.
-          ¿Usted sabe a qué nos dedicamos nosotros, en ésta empresa?
-          Sinceramente –dijo el muchacho, mientras se apoyaba una mano en el pecho, y con la otra acomodaba el rebelde mechón de cabello que se le zafaba de atrás de su pequeña orejita- no tengo ni idea… pero podría intuirlo… déjeme adivinar ¿Gastronomía?! – se apresuró, sonriendo carismáticamente, esperando entrar en confianza con su displicente interlocutor.
El gordo se percató enseguida de que la mirada de su entrevistado se clavó en su panzota, y, entrecerrando los ojos, preguntó:
-          Qué le hace pensar eso? ¿Usted está insinuando algo?
-          Pero no… por favor… - intentó defenderse enseguida de la barbaridad que había dicho, apoyando toda su espalda en el respaldo de la silla, y abriendo los ojos como dos huevos duros.
-          Y por qué piensa que hacemos gastronomía?
-          Fue un malentendido… disculpemé… tal vez algo relacionado a la estética? ¿Puede ser?- intentó, inútil pero sagazmente persuadirlo con un cumplido.
-          Escuchemé, Emiliano… usted es consciente de lo que está haciendo? –lo interrumpió el licenciado, apoyando su rechoncho codo sobre el escritorio, y su mano en su barbilla.- Usted viene a una entrevista laboral sin saber para qué, con un curriculum de ciencia ficción, en el cual ni siquiera leyó el inmenso cartel que se posa sobre nuestras puertas de entrada. Además, insinúa que estoy gordo, y frente a ello, lo confirma haciéndome un cumplido falso.
El joven lo observaba y lo escuchaba detenidamente, como si no registrara lo incoherente de aquella reunión, lo absurdo y patético de la entrevista. Un pequeño silencio ofició de preámbulo a lo que, finalmente, empezó diciendo:
-          Para serle honesto, señor… me importa un rábano “a qué se dedica la empresa”. Usted vio mi curriculum, y puede comunicarse con cada uno de los lugares que referencio, donde podrá constatar que efectivamente he trabajado allí. – Emiliano se puso de pie, y mientras seguía hablando, caminaba por la sala, moviendo sus brazos e intercalando el objetivo de su mirada entre el gordo, el suelo y el mango del látigo.- Básicamente, mi especialidad, y lo que yo le ofrezco a las empresas, es algo “universal”, algo que siempre hace falta, independientemente de tal o cual rubro. Concretamente no sé hacer nada… absolutamente nada… lo mismo que usted pensó después del minuto y medio de empezada nuestra charla: soy un inútil. Pero déjeme aclararle algo, nunca nadie lo podrá idolatrar a usted y a la gerencia entera como lo hago yo… puedo chuparles las medias hasta el cansancio… mi obsecuencia es divina… -concluyó, apoyando sus dos manos sobre la superficie del escritorio, y clavando su ojos en los del licenciado, que endurecido escuchaba detenidamente cada palabra.
-          Y en que me beneficiaría eso a mí y a la gerencia?
-          Es sencillo: narcisismo. Usted es un hombre inteligente, buenmozo, carismático, ocurrente, sagaz… atento… irremplazable… ¿Me entiende? Yo puedo recordárselo todos los días, puedo aplaudir sus chistes, festejar sus iniciativas, estar siempre de acuerdo con sus planteos… yo puedo hacer que usted siempre tenga la razón…
El gordo estaba sorprendido. Estaba frente a la garantía del éxito… muchos “Emilianos” eran la solución de todos sus problemas.
-          Es perfecto… -suspiró apenas entreabriendo sus labios.
-          No tengo mucho más que decir. –agregó Emiliano, tomando su campera y dirigiéndose hasta la puerta.- Usted decide, señor… allí tiene mi número telefónico… y sepa que, más allá de todo, la decisión que usted tome, siempre será la correcta.
-          Esperá… esperá… vení… –se impacientó el licenciado.- Estás contratado. Serás el asesor general de la gerencia, y con el tiempo veremos de qué manera te ocupás de otras funciones en la empresa, aunque eso tenemos que verlo bien…
-          Estoy de acuerdo. Usted es un tipo brillante… a veces me fascina con sus ideas… le voy a estar eternamente agradecido por este espacio que me da… muchas gracias… muchas gracias… de verdad…
-          De nada… de nada… ahora, por favor, venga… sientesé… digamé cosas linda…

domingo, 1 de septiembre de 2013

La Duda



-         - Que pasó, ma? –preguntó Alberto a su madre, después de un rato de estar sentado a su lado, a los pies de la cama.
-        - Nada, Betito. Nada… Andá a jugar, no más… andá. –le respondió ella, mientras se cubría la cara con un pedazo de papel medio arrugado, medio hecho un bollo, al cual tenía agarrado con mucha fuerza.

Alberto apoyó los pies en el suelo, y salió por la puerta de la habitación, como dirigido a control remoto. Se encontró con sus juguetes en la mesa de la cocina, y allí se quedó, jugando, tal como su madre se lo había pedido; simulando perfectamente un olvido, refugiado en la absurda idea de que “los niños no entienden”.
En todas las familias siempre hay motivos para discutir. Esto no es nada nuevo. No. Y tampoco lo es para Alberto. Su madre, budista, hinduista, marxista, yoguista, y vegetariana desde los 17 años (porque los vegetarianos siempre dicen “hace cuanto” que son vegetarianos, como intentando… no sé… demostrar antigüedad en el rubro… ¿Quién sabe?) se casó  hace 15 años con el padre del niño, quién viene de una tradición familiar en el comercio de los productos derivados a partir del cuerpo de los animales, es decir, es carnicero… al igual que su padre, su abuelo, su bisabuelo, etc. Este tema, que constituye casi una cuestión de capillas, de diferencias religiosas, de creencias en los alimentos, y demás; siempre funcionó como puntapié inicial en el enredo de cualquier tipo de barullo familiar. Incluso el pequeño Betito, con respecto al cual se juraron no tratar de influenciar bajo ningún tipo de opinión con respecto a las religiones alimenticias, vivía constantemente en una guerra santa/gastronómica. El niño siempre fue una especie de franja de gaza culinaria, al cual bombardearon con remolachas, rúculas, ensaladas de repollo y durazno, semillas, recetas macrobióticas y conjuros ayurvédicos, por un lado; mientras que por el otro recibió chorizos, morcillas, pechitos de cerdo, matambres, chinchulines, mollejas y costillitas asadas a punto, acompañadas siempre de pan y chimichurris caseros. Rara vez el pequeño se escandalizó por esto, es más, entre episodio y episodio logró generar algo novedoso para el círculo familiar, una forma creativa de lidiar con esas diferencias: se le ocurrió acompañar los pedazos de carne asada con las ensaladas… ¡y en el mismo plato! Una revelación. Así dejaba contentos a ambos, y a la vez un poquito incómodos.
Pero aquella noche, antes de que su padre se fuera dando un portazo, y su madre quedara junto al pequeño en la habitación; tuvo lugar un hecho frente al cual estos padres nunca tomaron precauciones. El carnicero había llegado a casa, después de cerrar el negocio, y la yoguista había terminado sus meditaciones diarias, siendo casi la hora de la cena. Mientras hacían un poco de zapping (en este punto no tenían diferencias), el pequeño Betito se les acercó, y sin preámbulos les preguntó:
-          Pa… Mamá… quiero saber… ¿Cómo es que se hacen los bebés?

Los padres el niño, quienes gozaban de una perfecta relajación sobre la cama, quedaron mudos. Se miraron, miraron en consonancia al muchachito y se miraron nuevamente.
-         - Bueno…  -intentó empezar la madre- esteeeee… mhmmm…
-        -  Vení, sentate, Beto… vení –le dijo el padre, intentando ganar tiempo mientras el mocoso se acomodaba entre medio de los dos.
-          -¿Viste los repollos? –intentó seguir rápidamente la yoguista, pero la mirada de su marido se le clavó con recelo, lo cual la hizo dudar sobre cómo seguir, y empezó a tartamudear como hace siempre que se pone nerviosa.
-       -  Si, ma… los repollos… ¿Qué tiene que ver eso? … ¿Los repollos tienen algo que ver con los bebés?!
-        -Esteeeeh… los repoli… reposhhh… los reppppp….
-        -Tu madre está diciendo cualquiera, Beto –la interrumpió el carnicero- … está todavía bajo los efectos de esos tés raros que toma. Escuchame… Los bebés nacen de la panza de las mamás… de ahí –le dijo mientras le acariciaba la cabeza y le sonreía, esperando que el pequeño se conformara con eso. sin embargo, no fue así.
-        -  Si paaaa… ya lo sé eso – se impacientó Alberto- … pero quiero saber cómo se hacen ahí adentro… no me vengas con lo de la cigüeña…
-        - Ajham… -tosió nerviosamente el padre, mientras intentaba sacar alguna respuesta creativa de la galera, la cual le sobrevino a los 2 minutos y medio, más o menos- Mirá. La cosa es sencilla. Papá prepara una comida muy rica, rica, rica… y mamá la come…  -Un instante de tensión de intervalo sirvió para cruzar miradas, y continuar- y después de eso, el bebé se hace y crece en la panza… y después nace en el hospital…
-         - Pará… pará – se metió la madre, enojada- tampoco te creas que es un banquete, eh! Es una semillita no más…
-      -  Pero no te pongás macrobiótica!!! Por favor…!!! Qué importa si es un asado o una semilla?! Es una comida… punto.
-        -A mí me importa, querido! No sé! Qué imagen va a tener Betito de mí? Él sabe que yo como sano!!!
-        -Bueh… otra vez la misma historia! – dijo el padre, cansado, poniéndose de pie y agarrándose la cara con las manos.
-       - Callate ¡¿Querés?! Vos sos el que no me dejó terminar la cuestión del repollo… y todo por el “repollo”…
-       - Sabés que no es solamente por el repollo, mujer! Ayer herviste esos porotos de soja y la casa quedó con un olor inmundo… qué hediondez… ni el incienso lo tapa! Parece que me lo hacés a propósito…
-        -Y ahora te enojás con la soja?  ¡Sos imbancable!
-       - Para todo tenés un “pero”! Beto se la estaba creyendo… ahora lo arruinaste!
A todo esto, Alberto miraba con los ojos bien abiertos, sin entender demasiado cuál era ahora la respuesta verdadera a su pregunta. Evidentemente, todo este lío alimenticio no los encontró muy de acuerdo.
-          -Tranquilicémonos! – intentó ordenar la mujer, viendo como su marido estaba por hacer un surco en la alfombra de tanto ir y venir.
-        -  Contale – le retrucó el padre- … contale cómo es la cosa… cómo es lo de la semillita…
-        -¡Basta! ¡Basta! Vamos a preparar la cena… ¡se terminó!
-        -No… yo me voy a cenar a lo de mi mamá… -terminó diciendo el padre, mientras agarraba las llaves del auto, y se iba dando un portazo, dejando en la habitación un silencio bastante pesado.
La mujer quedó sentada en la cama, sosteniendo entre sus manos una hoja impresa con los 5 principios del reiki. Alberto estaba sentado a su lado. Empezó a sospechar que la comida mucho no tenía que ver con el asunto de los bebés. Después un rato,  preguntó:

-        -Que pasó, ma?